Nunca había oído hablar de Jacinto Miquelarena, pero un día descubrí una placa en la calle de Serrano de Madrid (número 112, semi esquina a Diego de León, donde vivió un tiempo). A este escritor y periodista bilbaíno su amigo Pedro Mourlane Michelena le había espetado esa frase que se ha convertido en una referencia obligada al periodista bilbaíno (o bilbaino, como algunos gustan de pronunciar) y casi una frase hecha que denota la sorpresa, esa sensación de alarma que nos proporciona la inefable España casi todos los días con el comportamiento de sus próceres y también del pueblo llano.
He encontrado en ese paraíso de los libros que es la editorial Renacimiento y almacén de Abelardo Linares en Valencina de la Concepción (Sevilla), la biografía que escribe su nieta, Leticia Zaldívar Miquelarena. Me sumerjo en su lectura con un interés que no decae en las 330 páginas pues es seguir el itinerario no sólo del periodista y escritor sino de nuestro país desde 1891 a 1962, cuando muere en París.
Bilbao es una de mis ciudades favoritas por lo que todo lo que a ella se refiere llama mi atención, como en este caso la vida de Miquelarena, que su biógrafa traza con afecto, pero con objetividad al mismo tiempo. Hacía falta, era preciso, rememorar a este periodista y escritor singular. Bilbao es mucho más que el Guggenheim y los restaurantes, ha sido siempre una ciudad de cultura, de una riqueza especial, como comprobamos hoy con sus dos grandes museos, sus referencias literarias por todas partes, su dinámica biblioteca Bidebarrieta, las dos librerías de viejo, Boulandier y Astarloa, aquel mito cultural que fue la revista Hermes, sus poetas (Otero, Aresti, tantos) y pintores. No ha sido nunca sólo hierro, astilleros y bancos, sino mucho más, como fue aquella edad de oro, o plata, de antes de la guerra.
Entre los amigos de Jacinto Miquelarena destacaba Mourlane, irundarra, miembro egregio -el Canciller- de la Escuela Romana del Pirineo. Fue uno esos que la Falange de la Victoria marginó (como a Sánchez Mazas o a Ridruejo), pero que nunca perdió ni su genio ni su originalidad ni su gusto por el desplante elegante y culto. Otros amigos fueron Ramón Gómez de la Serna (ambos eran gregueristas), el dramaturgo Miguel Mihura (Miquelarena adoraba el teatro y escribió teatro), o Jardiel Poncela.
Escribió mucho, también alguna jocosa novela de costumbres, como Don Adolfo el libertino, novela de 1900, sobre la vida madrileña de hace cien años. Podríamos decir que Miquelarena, sin ser un astro de las letras, sí es un escritor ‘baliza’, una de las escalas en las que hay que recalar para ver cómo era la vida en. España de hace doce décadas, que salía del 98, hoy olvidada, de los años de la guerra de los boers, del genero chico, del «berberisco Blasco Ibáñez», en que coexistían los coches de caballos con los primeros automóviles, como los Darracq, del Heraldo de Madrid y de marqueses tronados. Tiene frases geniales, como sobre la entonces moda de las mujeres gordas, «una mujer ‘tenía sal’ si era opulenta y si desorbitaba al andar su sistema orográfico»,
Como toda buena biografía, la de Letizia Zaldívar es también un retrato de la vida cultural de España en esa época, o esas épocas, menos conocida hoy porque sus protagonistas eran de derechas y, por tanto, no acogidos a la historia cultural oficial, que ha hecho y suele profesar un maniqueísmo tenaz, inamovible. Parece como si solamente los exilados o perseguidos hubieran tenido derecho al recuerdo. Hubo escritores notables en el interior, incluidos los de derechas y muchos falangistas.
Esta biografía tiene pasajes más interesantes que otros, por ejemplo, las corresponsalías de guerra (Salónica, con sus sefarditas, antes de llegar Kurt Waldheim y la Wehrmacht y comenzar la deportación de judíos, los Balcanes, Rusia), y después, de Londres y de París. Curiosa pero frecuente en España, la sensación que tuvo Miquelarena de abandono, de indiferencia y hasta de acoso por parte de las direcciones de EFE y del ABC; le exigían mucho sin tener ninguna palabra de apoyo o de mera comunicación, sin ningún retorno. Debe ser propio de las jefaturas madrileñas, sean ministeriales o empresariales. Su suicidio -en cierto modo inducido, como sostuvieron sus familiares- en la estación de metro Michel Ange-Molitor, me ha estremecido; es la misma que yo cogía cuando trabajaba en París. Leticia Zaldívar describe atinadamente los últimos dos años del escritor en París, esa ciudad bulliciosa, desmedida que, en el país del cartesianismo, “la lógica cartesiana, en contra del tópico, no trasciende ni a la política ni a la vida”, según le había contado a su amigo Sito Alba. Donde de verdad se sintió a gusto fue en Londres, «las primaveras, en Londres», decía.
Jacinto Miquelarena, cosmopolita, con dominio del francés y el inglés, gran viajero, culto, de buena presencia, era una rara avis en el panorama de nuestra literatura y del periodismo. Seguramente generaba envidias y recelos en aquel ambiente que él mismo calificó alguna vez de ‘casposo’. Sus a veces feroces comentarios iban siempre envueltos en un tono de humor mordaz, nada sarcástico, además de expresado de una forma moderna, de vanguardia. A los bienpensantes del franquismo no les sentaban bien. Ojalá se reediten sus crónicas que, por lo que se deduce de las citas en la biografía, han de ser sabrosas, bien escritas y con ese toque de humor distante, quizás algo inglés, pero definitivamente español, de este señor de Bilbao.